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Don Antonio Cortina

 

Al INICIARSE EL SIGLO XI, los habitantes de la región costera atlántica del África Central vivían en un auténtico paraíso. Una pródiga naturaleza les brindaba gran variedad de frutas y en los numerosos ríos de la región abundaban toda clase de peces. La población, dispersa en la larga y angosta franja territorial comprendida entre las costas y la selva, veía transcurrir su pacífica existencia completamente ajena a cuanto ocurría en el resto del mundo. 'Su cosmovisión religiosa era de carácter animista. Se veneraba a los árboles y a los ríos, al mar y al viento. En forma natural, los niños iban aprendiendo a establecer comunicación con cuantos seres los rodeaban. No era inusitado que algunas personas pudiesen calmar las agresivas intenciones de un leopardo con solo dirigir al felino amables palabras.

 

Una soleada mañana del mes de mayo de 1803, en las playas habitadas por la tribu de los Taño, descendieron de dos navíos de enormes velas unos hombres de rostros endurecidos y cuyos ojos despedían malignos fulgores. Cerca del lugar del desembarco un grupo de jóvenes negros semidesnudos observaban con curiosa atención a los recién llegados, estos se aproximaron con rápidas zancadas y arrojaron sobre los confiados observadores una enorme y negra red. Varios de los aprisionados comenzaron a entonar los cánticos con que se acostumbraba calmar a las fieras de la selva, pero las bestias a las que se enfrentaban eran mucho más insensibles y crueles que cualesquier otro animal salvaje, por lo que las exhortaciones a que adoptasen una mejor conducta no tuvieron efecto alguno. Antes al contrario, se dieron a la tarea de propinar fuertes golpes a quienes intentaban zafarse de las redes.

 

Actuando con gran presteza, los extranjeros trasladaron a los barcos su carga humana. Eran portugueses dedicados al tráfico de esclavos. Acostumbraban merodear por distintos puntos de las costas africanas, capturar una buena dotación de varones jóvenes y luego llevarlos a vender en los mercados de las colonias portuguesas y españolas de América. En esta ocasión entre los apresados se encontraban dos hermanos, Yongui y Omi, de tan solo once y diez años de edad, respectivamente. Superada la paralizante sorpresa que significó su captura, reaccionaron en forma diferente. Yongui optó por esperar pacientemente, confiado en que algo tendría que ocurrir que le permitiese retornar a su aldea y a la forma de vida que le era habitual. Omi se dio a la tarea de aprovechar las distracciones de sus captores para roer las cuerdas que lo aprisionaban; cuando una noche logró zafarse, corrió velozmente hasta la borda del barco y saltando por esta se arrojó al mar. Estrechamente vinculado a su hermano y compañero de juegos, no le resultó difícil a Yongui imaginar, y en cierta forma sentir, lo que a este acontecía: su desesperada lucha por sobrevivir entre las olas, su agotamiento, asfixia y muerte. Un dolor moral jamás sentido le traspasó el alma, haciéndole estallar en llanto.

 

Tras casi dos meses de navegación los barcos atracaron en Puerto Padre, ubicado en la región oriente de la colonia española de Cuba. Al tocar tierra, los portugueses efectuaron una ceremonia que acostumbraban realizar los tratantes de esclavos de esa época y que tenía por objeto hacer ver que, a su juicio, ellos no tenían ninguna culpa por lo que hacían, ya que los verdaderos responsables eran quienes compraban seres humanos para convertirlos en esclavos. Superado ya hasta el menor atisbo de remordimiento que hubiesen podido tener, los esclavistas llevaron su cargamento hasta el mercado del puerto y se dieron a la tarea de tratar de sacar el máximo provecho posible con su venta.

 

Yongui y varios de sus compañeros de infortunio fueron vendidos a un rico hacendado de apellido Cortina, razón por la cual tanto él como los otros quedaron obligados a partir de ese momento a llevar dicho apellido. Esto no entrañaba ninguna honrosa distinción, sino que era más bien algo semejante a colocar sobre una mercancía el nombre del dueño de la misma para identificarla. Semanas más tarde el esclavo sería bautizado como Antonio, quedando así integrado su nuevo nombre y apellido: Antonio Cortina.

 

La confusión y abatimiento más completos prevalecían en el ánimo del atribulado adolescente. No entendía el idioma en el que le hablaban, ni eran de su gusto las escasas raciones de comida. Las interminables faenas trabajando en los cañaverales le resultaban agotadoras. Los barracones en que se hacinaba a los esclavos por la noche lucían terriblemente sucios. Dirigidos por un rudo y altivo capataz, guardias fuertemente armados y a los que siempre acompañaban feroces mastines mantenían una estrecha vigilancia, con miras a desalentar en los esclavos cualquier idea de fuga o rebelión.

 

Sin que tuviese para ello ninguna razón o fundamento, Antonio Cortina mantenía la esperanza de que así como de una manera inesperada había caído en tan horrenda situación, se produciría igualmente un imprevisto cambio de suerte que le permitiría retornar a su tierra y con su familia. Era esto lo que pedía diariamente en sus oraciones dirigidas al sol, a las plantas y a muy diversas manifestaciones de la naturaleza. No estaba solo en sus plegarias, en el otro lado del Atlántico su madre no cesaba de rogar a la Tierra (a la que consideraba la gran progenitora de todo lo existente) para que le devolviese a los hijos que le había dado, o que al menos le proporcionase noticias sobre su paradero.

 

En contra de lo que las mentes agnósticas suponen, ninguna oración fervorosamente formulada se queda sin respuesta, si bien esta no se da siempre en la forma y términos que esperan quienes elevan las plegarias. En el presente caso, y como resultado de las incesantes peticiones de madre e hijo, no se iba a dar un súbito regreso al África del joven esclavo, lo que en cambio se produjo fue una clara comprensión en este de que no existía la menor posibilidad de que su situación cambiase por sí sola, sino que le correspondía a él poner toda su voluntad y facultades en propiciar dicho cambio. Así pues, dejó de lamentarse por su triste condición y empezó a buscar los medios de superarla. Aprendió castellano. Obtuvo permiso para los esclavos de cultivar pequeñas áreas y poseer algunos animales domésticos, lo que transcurrido un tiempo se tradujo en una considerable mejoría en su dieta alimenticia. Finalmente, retornó a las prácticas que aprendiera en su niñez, tendentes a lograr establecer comunicación con las plantas, los animales y las fuerzas naturales.

 

Transcurrieron veinte años. Antonio Cortina gozaba de una bien ganada fama de buscar siempre el interés de los demás anteponiéndolo al suyo propio. Esto le otorgaba un liderazgo natural entre los esclavos de la hacienda, permitiéndole organizar en beneficio de todos ciertas labores conjuntas que atenuaban sus infrahumanas condiciones de vida. Los barracones lucían ahora no solo limpios y aseados, sino incluso alegres por la abundancia de flores.

 

Una secreta y firme convicción había surgido en la conciencia del esclavo: alcanzaría la libertad a cualquier precio, no podía permitir que su vida continuase transcurriendo dentro de un régimen tan oprobioso y denigrante como lo era el esclavista. Las perspectivas de lograr escapar no eran nada halagüeñas. Aun cuando jamás había salido de la hacienda, sabía que colindaba con otras en donde prevalecían idénticas condiciones de esclavitud, de tal forma que si huía a estas no cambiaría en nada su suerte, antes al contrario, sería devuelto y castigado severamente. Decidió que intentaría llegar hasta una lejana y deshabitada zona montañosa de la que había escuchado algunas vagas referencias.

 

Convencido de que era preferible perder la vida que continuar siendo esclavo, Antonio Cortina se dio a la fuga. Aprovechando que los vientos soplaban en la dirección a la que proyectaba dirigirse —lo que impediría de momento que los mastines pudiesen detectar el rumbo que había tomado—, se escurrió entre los cañaverales y emprendió una veloz carrera. Era de mañana y calculaba que alcanzaría a llegar por la noche hasta los manglares de una laguna que marcaba los límites de la hacienda. Cuando llegó a las riberas de la laguna, durmió unas horas y, cuando amaneció, se internó en lo más cerrado de la vegetación para luego sumergirse en el agua. Sabía que su huida ya debía haber sido descubierta y que los guardias lo estarían buscando con la ayuda de los perros, pero él confiaba despistarlos permaneciendo dentro del agua el mayor tiempo posible. Así lo hizo y durante los casi tres días que se mantuvo sumergido entre los manglares tan solo en una ocasión alcanzó a escuchar el lejano ladrido de los perros. Cuando sintió que si continuaba en el agua terminaría disolviéndose en esta, salió de la laguna y se dio a la tarea de buscar plantas comestibles y huevos en los nidos de las aves. Durante varios días permaneció oculto en las riberas de la laguna, a sabiendas de que se encontraba aún dentro de la hacienda de sus amos, descubriendo que esta ejercía sobre él un poder de atracción como nunca imaginara. Por fin, una noche logró romper las invisibles cadenas que lo mantenían sujeto al lugar en donde había transcurrido la mayor parte de su existencia. Con firme andar se adentró en un territorio que le era del todo desconocido.

 

Durmiendo de día y desplazándose al amparo de la oscuridad nocturna, el fugitivo fue avanzando lenta y cautelosamente hacia el sur, procurando mantenerse lo más alejado posible de los lugares donde percibía presencia humana, pasando de una hacienda cañera a otra y llegando a temer que el mundo no fuese otra cosa que una interminable sucesión de plantíos de caña. La vista de una lejana montaña le infundió nuevos ánimos. Fue en una madrugada de luna menguante y en medio de una pertinaz llovizna cuando arribó a la zona montañosa. Con profunda emoción se arrodilló y, besando la tierra, agradeció mentalmente a su madre el haberle dado la vida, gratitud que jamás había manifestado desde el primer día en que fuera capturado. La experiencia de sentirse libre producía en él una desbordante alegría, si bien no ignoraba que habría de hacer frente a una forma de vida en extremo difícil, pues tendría que soportar la más completa soledad y aprender a subsistir con sus propios medios. Hablando en voz alta, repitió varias veces el juramento de primero morir antes que volver a ser esclavo.

 

La superior sensibilidad desarrollada por Antonio Cortina para comunicarse con cuanto integra a la naturaleza le permitió una pronta adaptación a su nuevo ambiente. Localizó una caverna que presentaba favorables condiciones para utilizarla como vivienda. Un cercano manantial lo dotaba de agua fresca y saludable. Frutas silvestres, huevos, miel y raíces constituían su alimento. El principal problema fue la total carencia de relaciones humanas, pero logró irlo superando al intensificar su capacidad de establecer cierta forma de diálogo con los elementos naturales, así como con las plantas y los animales. Acostumbraba elaborar largos y humorísticos cuentos que narraba lo mismo a las nubes que a las ardillas.

 

El antaño esclavo y ahora ermitaño consideraba que continuaría llevando el mismo tipo de vida por el resto de sus días, pero esto no fue así. Su espíritu había ido fortaleciéndose y madurando, y llegó el momento en que, sin proponérselo, desarrolló la facultad de poder comunicarse con el mundo invisible. El primer espíritu al que conoció fue nada menos que su ángel guardián. Como es sabido, todas las tradiciones sagradas coinciden en afirmar la existencia de seres inmateriales, encargados de velar en forma individual y directa de cada uno de los seres humanos. Se trata de una labor nada envidiable a juzgar por la pésima conducta de nuestra especie. Es de suponer la explicable desesperación que ha de producir en incontables legiones de ángeles guardianes el hecho de que, en un altísimo porcentaje, sus orientaciones y consejos no son atendidos y ni siquiera percibidos a causa de la obtusa cerrazón que nos caracteriza. Al menos en el caso que nos ocupa esto no sucedió, pues un buen día, cuando llevaba ya seis años permaneciendo en las montañas, Antonio Cortina se percató de que podía ver y hablar con su ángel guardián.

 

Las primeras noticias que recibió el ermitaño de su espíritu guía no fueron nada reconfortantes. Tras de felicitarlo por su empeño en tratar de alcanzar la libertad, le comunicó que tan solo había logrado una liberación física, pero que en realidad continuaba siendo esclavo, pues subsistían en él la mentalidad y los sentimientos propios de esta condición: conservaba profundos resentimientos en contra de sus antiguos amos y era presa del miedo, lo que le obligaba a mantenerse oculto.

 

Antonio Cortina tuvo que admitir que era cierto lo que el ángel afirmaba y preguntó cómo podía superar dicha situación, ya que su propósito de alcanzar una auténtica libertad continuaba siendo el principal móvil de su conducta. El ángel le respondió que para ello debía no solo perdonar, sino llegar a sentir por sus opresores un profundo afecto, a grado tal que este se tradujese en tangibles beneficios para los mismos. En igual forma, debía perder todo temor a ser capturado, pues quien en verdad es libre continúa siéndolo aún en la más oscura prisión. El ermitaño se comprometió a tratar de conquistar las metas que se le proponían y el ángel le señaló una primera tarea por realizar. El hacendado que lo había comprado cuando llegó del África ya había muerto y su alma padecía terribles sufrimientos por haber oprimido y explotado a sus semejantes, su esclavo de antaño debía encontrar la forma de ayudarlo.

 

No fue una tarea fácil. El rencor se realimenta de sí mismo y sus raíces crecen y penetran hasta en lo más profundo del ser. Tan solo una energía proveniente de los planos más elevados es capaz de extirpar el mal y devolver la salud a los enfermos de odio y resentimiento. Ello requiere de la humildad necesaria para solicitar la ayuda de lo alto que brinde dicha energía. Una vez conseguida la fuerza para otorgar un sincero perdón viene la parte más ardua: encontrar la forma de brindar una eficaz ayuda a los antiguos enemigos. Todo esto lo fue logrando en el transcurso de un año Antonio Cortina. Humildad y generosidad, comprensión y oración. Una mañana tuvo la certeza de que sus oraciones en favor del extinto hacendado habían sido escuchadas, que los buenos deseos y sentimientos que de continuo expresaba y sentía en favor de este habían producido algún efecto. Su ángel guardián le confirmó su impresión. Si bien el espíritu del esclavista tendría aún que afrontar grandes padecimientos antes de llegar a la luz, había recibido ya una importante ayuda que le facilitaría encontrar su camino. Junto con la superación del rencor y el poder proporcionar auxilio a un alma en pena, desapareció también en el ermitaño todo temor a retornar a un estado de esclavitud, pues comprendía que esta ya solo podía ser externa y aparente. Ahora sí era ya un hombre total y absolutamente libre.

 

Don Antonio Cortina decidió que ya no tenía por qué permanecer solo y escondido, consultó con su espíritu guía sobre la mejor conducta a seguir y este le aconsejó que retornase a la hacienda en donde había vivido. Su influencia entre sus compañeros esclavos siempre había sido positiva y ahora tenía muchas más posibilidades para poder prestarles consejo y ayuda. Así pues, don Antonio abandonó su refugio en las montañas y, sin tratar de ocultarse, marchó en derechura hacia la hacienda de la que huyera. En el camino se cruzó con diferentes personas. Algo perceptible debía haber cambiado en él, pues nadie lo juzgó un esclavo prófugo, sino que lo consideraban un negro liberto y, por tanto, con derecho a deambular por doquier. Llegó a la hacienda y buscó hablar primero con Doña Dominga, una anciana y sabia mujer negra que fungía como cocinera en la casa de los amos. Le pidió que fuese ella quien informase a estos que había regresado y que estaba dispuesto a trabajar por una módica paga. Los nuevos amos eran el hijo mayor del anterior hacendado y su joven esposa. En un primer momento no supieron qué actitud adoptar. La ley les autorizaba a infligir castigos a los esclavos que se fugaban, inclusive latigazos y cepo, pero haciendo caso a las sugerencias de Doña Dominga, la esposa decidió hablar primeramente con el sujeto en cuestión. Lo hizo y quedó gratamente impresionada, por lo que convenció a su esposo de que lo contratase como ayudante de cochero y efectuase los trámites necesarios para otorgarle la condición de liberto.

 

Se inició una nueva etapa en la vida de don Antonio Cortina. Rápidamente fue interiorizándose de sus recién adquiridas obligaciones. Debía aprender la forma adecuada de conducir los diversos tipos de carruajes existentes en la hacienda. Su facultad para comunicarse con los animales le facilitó las cosas, pues no le costó ningún trabajo establecer una buena relación con los caballos destinados a jalar de los carruajes,* Recobró incrementada su anterior influencia entre los esclavos de la finca, y, actuando sutil y gradualmente, buscó en forma incesante ayudarlos. Las áreas de cultivo destinadas a los esclavos se incrementaron y, con la venta de sus productos, estos pudieron establecer pequeños negocios, como la elaboración de comida estilo africano que se vendían entre ellos mismos.

 

Don Antonio consideraba que su misión no debía limitarse a lograr una simple mejoría en las condiciones de vida de los esclavos, sino que debía intentar se produjese en estos una toma de conciencia sobre lo que es la auténtica libertad. Para ello se dio a la tarea de organizar los domingos diversos espectáculos de entretenimiento, en los que los propios esclavos actuaban para sus compañeros improvisando bailables, cánticos y números cómicos. Don Antonio cerraba la función narrando alguno de los muchos cuentos que había elaborado durante su estancia en las montañas. Se trataba de ingeniosos relatos rebosantes de humorismo, que en forma velada transmitían profundas enseñanzas sobre diversos temas, como el de conseguir una verdadera libertad.

 

Los cuentos que narraba don Antonio gustaban tanto que su fama pronto trascendió los límites de la hacienda. Domingo a domingo venían a escucharlo numerosos libertos y mulatos provenientes de haciendas y poblaciones cercanas y no tan cercanas. Una de las más asiduas concurrentes a las sesiones de cuentos era una mulata cuyo vientre denotaba un avanzado estado de embarazo. La mujer reflejaba en cada uno de sus rasgos, palabras y movimientos una relevante y carismática personalidad. La desarrollada intuición de don Antonio le hizo percibir que aquella mujer pertenecía al selecto círculo de seres humanos que son capaces de vincular su destino con el de su nación, y que, por tanto, están llamados a figurar en la historia porque son ellos los que escriben sus páginas.

 

En cierta ocasión, al tiempo que acariciaba su abultado vientre, la mulata dijo a don Antonio:

 

—Estoy segura de que mi hijo puede escuchar sus cuenticos y comprender el mensaje que encierran. Cuando nazca llevará su nombre, se llamará Antonio y será un guerrero de la libertad.

 

El nombre de esa mujer era Mariana Grajales (1).

 

Al, morir el cochero mayor de la hacienda, don Antonio pasó a ocupar su puesto. El mayordomo lo llevó hasta la ciudad de La Habana para que le confeccionasen el uniforme apropiado. Sus ropajes de siempre, hechos con burda tela de saco de azúcar, fueron sustituidos por casaca y librea de brillantes colores. El uniforme incluía una abultada peluca blanca que hacía resaltar las negras facciones de un rostro que reflejaba inteligencia y picardía.

 

La visita a la ciudad capital causó en el cochero muy variadas impresiones. Nunca había imaginado que existiese tanta gente, que esta viviese tan apretujádamente ni que pudiese darse tanta diversidad en la forma de las construcciones.  Por otra parte,  sus facultades de percepción extrasensorial le hacían percatarse de la incesante lucha que por doquier libraban ángeles y demonios, buscando propiciar la elevación o el envilecimiento de los numerosos seres humanos que poblaban la ciudad. Era un espectáculo a un tiempo aterrador y fascinante.

 

En el viaje de regreso a la hacienda en que laboraba don Antonio se sintió dominado por la nostalgia, recuerdos que creía olvidados de su ya lejana infancia acudían a su mente, renovando el dolor que dejara en él la pérdida de su familia y el alejamiento de su tierra de origen. Le pesaba también el haber sobrepasado los cuarenta años sin tener un hogar con esposa e hijos. Un sentimiento de soledad y abandono, superior incluso al que experimentara durante su época de ermitaño, se apoderó de su ánimo. Lloró abierta y desconsoladamente.

 

La depresión que dominaba al elegante cochero tardó un buen tiempo en ser superada. Fue un proceso gradual que le hizo comprender que tenía la posibilidad de hermanarse conscientemente con una familia mucho mayor a la de una común parentela. Sabía ya que todo cuanto existe se encuentra estrechamente vinculado, de tal forma que su ser se hallaba indisolublemente unido no solo a cualesquier otro ser humano, sino a la estrella más lejana, a una hormiga o a un grano de arena. Lo que ocurría era que, aun cuando su mente aceptaba dicha unidad, no la sentía en su corazón ni se traducía en una conducta que orientara su vida cotidiana. Decidió por tanto lograr que sus sentimientos y acciones correspondiesen a su conocimiento de saberse parte de una gran familia universal que lo abarca todo. La capacidad que ya tenía para establecer comunicación con muy diversos seres en distintos planos le facilitó enormemente la tarea de ir alcanzando, paso a paso, una vinculación plenamente consciente con el universo entero.

 

Don Antonio Cortina murió a los ochenta y tres años en una bonita quinta ubicada en las afueras de La Habana, en una zona denominada en aquel entonces «El Cerro». Hacía tiempo que era un personaje altamente querido y respetado. Sus antiguos amos llegaron a considerarlo como un miembro más de la familia, al que consultaban para toda clase de decisiones, y de buen grado aplicaban muchas de las sugerencias que proponía en beneficio de los esclavos, cuya mejoría buscó hasta el último día de su vida. En la quinta de La Habana —propiedad también de los dueños de la hacienda— el anciano cochero era visitado por numerosas personas —blancos, negros y mulatos— que le planteaban toda clase de problemas, para los cuales tenía siempre acertadas opiniones y sabios consejos. A su entierro acudió una enorme multitud de dolientes.

 

Tras de su muerte, el espíritu de don Antonio alcanzó un elevado plano dentro de los círculos o cielos a donde van a morar las almas de los justos. De inmediato pasó a formar parte del selecto grupo de espíritus que optan por no permanecer indiferentes a lo que acontece en la Tierra y que laboran sin descanso ayudando a los seres humanos, especialmente en lo que se refiere a su ampliación de conciencia y elevación espiritual. No es, desde luego, una misión fácil, pero los espíritus que se aplican a ella poseen una gran sabiduría y una inagotable paciencia.

 

Con miras a que su intervención en el mundo de los vivos resultase lo más directa y eficaz posible, don Antonio decidió valerse de los servicios de un médium. El encontrar a la persona adecuada para ello le llevó cerca de cincuenta años, pero, al parecer, el factor tiempo no es algo que preocupe en demasía a los espíritus. Doña Esther Gomiz fue la persona seleccionada para el cumplimiento de la mencionada tarea, la que desde un principio llevó a cabo en forma impecable. Tal y como lo hiciera en vida, el otro esclavo, luego cochero y ahora espíritu, proporcionaba día con día salvadora ayuda e invaluables enseñanzas a cuantos acudían a consultarlo. Su picardía y sentido del humor se habían incrementado al perder el cuerpo, de tal manera que conversar con él a través de la médium resultaba en extremo placentero.

 

Transcurrida otra considerable porción de tiempo a escala humana, don Antonio juzgó llegado el momento de ampliar sus actividades mediante la inclusión de un segundo médium. Al buscar a la persona apropiada, llamó su atención un joven que estaba fungiendo transitoriamente como médium del espíritu de Beethoven. Se trataba de un caso especial, en el que toda una serie de circunstancias habían coincidido para hacer posible que dicho joven pudiese servir de puente en la trasmisión de las vibraciones que el músico alemán deseaba hacer resonar en Cuba con miras a promover una rebelión en contra de la sádica tiranía imperante en la isla. Una vez cumplida esta finalidad, el puente dejaría de serlo, pero había demostrado estar conformado con la rara y escasa materia prima de que están hechos los auténticos médiums.

 

Contando con la colaboración de doña Esther Gomiz, don Antonio se dio a la tarea de ir despertando, para ser utilizadas en forma permanente, las potenciales facultades que como médium poseía Jorge Berroa.

 

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1 Mariana Grajales fue la madre de varios importan­tes héroes de la Guerra de Independencia cubana, el más destacado de ellos fue Antonio Maceo, ardiente defensor de la emancipación de los esclavos.

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